La reforma judicial nos alejará aún más de la seguridad

29/05/2025 04:02
    Acercar la justicia a la disputa electoral es una de las peores noticias posibles para el acceso a la justicia y para la seguridad en un Estado democrático de derecho.

    Cuando escuché por primera vez la propuesta de someter la justicia al mercado electoral, asumí que jamás se concretaría. Mi formación en Derecho recibió la noticia como una disonancia cognitiva: una información que entraba en conflicto directo con el marco de referencia construido tras décadas de estudio e investigación. Acercar la justicia a la disputa electoral me pareció, y me sigue pareciendo, una de las peores noticias posibles para el acceso a la justicia y en tal sentido también para la seguridad en un Estado democrático de derecho.

    No me engaña la propaganda a favor de la reforma en curso, ni me sorprenden las conductas de muchas de las personas que competirán en las elecciones del próximo 1 de junio. Más bien, confirman los peores escenarios: las personas que impartirán justicia quedarán atados a los intereses de quienes los llevaron al cargo, y en contra de quienes no lo hicieron. He estado cerca de decenas de procesos electorales y sé cómo funcionan estas dinámicas. “Aquí todo se vale” es una frase que resume bien la lógica de la competencia por los votos.

    Esto no es un futuro posible: ya está ocurriendo. Quienes aspiran a ser juezas y jueces han salido a buscar apoyos, y si llegan al cargo deberán favores, compromisos y lealtades. No es una suposición: lo estoy viendo.

    Desde la perspectiva de la seguridad, una justicia atada a intereses políticos es una pésima noticia. Es como si alguien hubiera dicho: “Hagamos exactamente lo contrario de lo que requiere el control democrático de las instituciones policiales y militares en tareas de seguridad pública”. Y es que la mejor forma en que la justicia puede contribuir a la seguridad es ejerciendo control sobre la función policial desde una posición profesional e independiente, lo más alejada posible de los intereses del poder, sea público o privado.

    Pero lo que quieren es otra cosa: una justicia al servicio de la política de seguridad. Quieren juezas y jueces dispuestos, por ejemplo, a encarcelar al mayor número de personas posible; quieren convertir los tribunales en fábricas de prisión preventiva oficiosa. Y sus intenciones quedan claras cuando dejan intacta la profunda crisis de las fiscalías, el eslabón donde regularmente se rompe cualquier posibilidad de elevar los estándares profesionales de la investigación, en particular si de delitos de alto impacto y delincuencia organizada en particular se trata. En lugar de exigir más a las fiscalías -y a las policías-, se exigirá menos a los jueces. ¿Alguien puede sostener con seriedad que habrá más seguridad con estas fiscalías? Lo sabemos: nadie. Y cuidado, porque mañana podría tocar el turno de someter también a las fiscalías al mercado electoral.

    ¿Que la justicia en México arrastra problemas graves? Sin duda. Pero esta reforma los agravará. No acercará la justicia a las personas en condiciones de mayor vulnerabilidad; al contrario, la alejará aún más, poniéndola al alcance de quienes tienen los medios para imponerse, incluso por la fuerza. Como señaló Ana Laura Magaloni en Ni plata ni plomo, la ventana de oportunidad para esta destrucción del Poder Judicial es justamente el enorme daño que vendrá. Solo a partir de esos despojos podremos ver con claridad la urgencia de una refundación.

    La reforma aprobada no presentó ningún diagnóstico basado en evidencia -así confirmado oficialmente- ni una teoría del cambio mínimamente convincente. Estoy acostumbrado a ver reformas así, pero pocas veces con costos tan altos. La reforma y las elecciones que vienen son actos de poder en su forma más cruda, sin posibilidad de ser contrastados con un marco racional que permita evaluar su legitimidad. En resumen: se está haciendo porque se puede. Porque se encontró la oportunidad de explotar el descrédito de la justicia y convertirlo en una narrativa que entrega a las mayorías el poder de decidir qué es justo y qué no.

    Cuando la justicia queda alineada a las políticas de seguridad, habiendo llegado al cargo por el voto, lo que se elige no es a las personas más capaces para impartir justicia, sino a quienes ofrecen la justicia que más se aplaude. Así se derrumba el pilar que limita el poder del Estado sobre nuestros derechos. “La mayoría puede decidir a quién se condena y a quién no”, podría ser la síntesis más cruda de todo esto. Y la mayoría, en este caso, somos nosotros.

    Nunca, en ninguna parte del mundo, se ha hecho algo así. Será momento entonces de prepararnos para la reconstrucción, que -como bien dice Magaloni- será urgente más temprano que tarde.