Deslealtad

26/04/2025 04:01
    El régimen actual, no obstante haber llegado por la vía electoral y con un discurso democrático, ha erosionado los pilares del pacto democrático con una velocidad que alarma incluso a los más cautos. Esta no es solo una crisis institucional; es, ante todo, una crisis de deslealtad.

    En los momentos decisivos, las naciones no se definen solo por sus leyes, sino por la lealtad de sus líderes al espíritu que las sostiene. En México, esa lealtad desapareció. El último capítulo se escribió el día en que se aprobó la reforma al Poder Judicial. El régimen actual, no obstante haber llegado por la vía electoral y con un discurso democrático, ha erosionado los pilares del pacto democrático con una velocidad que alarma incluso a los más cautos. Esta no es solo una crisis institucional; es, ante todo, una crisis de deslealtad.

    Deslealtad con la historia, con la democracia, con el pluralismo, con sus electores. Y, sobre todo, con México. La propuesta de someter al Poder Judicial a una elección popular no es una conquista democrática, como se quiere presentar, sino un acto deliberado para subordinar la justicia al poder político. Al eliminar los contrapesos, se pone en riesgo el principio fundamental de todo Estado de derecho: que el poder esté sujeto a reglas, no a voluntades.

    Obediencia con apariencia de justicia

    La elección judicial no garantiza justicia, sino obediencia. No será la ciudadanía quien gane control sobre los jueces, sino el partido en el poder, quien decide candidaturas, tiempos, narrativas y, eventualmente, fallos. El acceso a una justicia imparcial, quedará a merced de una mayoría que ya controla el Congreso y apunta al Ejecutivo como centro absoluto del poder.

    Aníbal Pérez Liñán y Scott Mainwaring, dos de los más influyentes teóricos de las democracias en América Latina, advirtieron con claridad que la estabilidad democrática depende de que los actores políticos tengan un compromiso normativo con la democracia. En otras palabras, no basta con ganar elecciones; hay que respetar los límites del poder, valorar la oposición, proteger a las minorías y, sobre todo, no traicionar las reglas que hicieron posible el acceso al poder.

    Pero en México, como en otros países donde el autoritarismo se disfraza de legitimidad, el discurso democrático sirve como trampolín, no como guía. El resultado es una paradoja peligrosa: gobernantes que prometen democracia, pero gobiernan con lógica hegemónica; que exigen lealtad absoluta, pero no la ofrecen a los valores constitucionales que juraron defender.

    Anular la Oposición rompe el equilibrio del poder político

    Esta ofensiva contra el Poder Judicial no es un hecho aislado. Es el síntoma de un proyecto político que ve en el pluralismo una amenaza, no una riqueza. Gobernar desde la diversidad exige talento, escucha, acuerdos. Gobernar sin Oposición, en cambio, sólo requiere fuerza. Es más fácil controlar cuando todos piensan igual, cuando no hay contrapesos ni matices. Pero esa comodidad autoritaria suele ser efímera. Todo poder que anula la crítica termina por volverse frágil, y a menudo cae víctima de sus propios excesos.

    Convertir al Poder Judicial en un órgano partidista no es una reforma, es una regresión. Una democracia sin jueces independientes no puede garantizar derechos ni contener abusos ni proteger a los más vulnerables. La historia de América Latina está llena de proyectos políticos que confundieron la victoria electoral con un cheque en blanco. Casi todos acabaron debilitando las instituciones que los hicieron posibles.

    ¿No robar, no mentir y no traicionar?

    La deslealtad trae siempre como consecuencia la pérdida de confianza y, cuando se instala como forma de hacer política, corroe silenciosamente los vínculos que sostienen a una comunidad. No es solo una traición a las normas escritas, sino a los compromisos éticos que hacen posible la convivencia: la confianza, la palabra empeñada, el respeto a las diferencias. Un régimen que normaliza la deslealtad no solo mina las instituciones, también erosiona la cultura cívica, al enviar un mensaje devastador: que todo vale, que el fin justifica los medios, que la ley es negociable y que los derechos no importan, al menos no los de la gente común.