Transición a la democracia en México y desgobierno civil de la seguridad: aquí el saldo
Podemos debatir hasta el infinito qué es la democracia, pero difícilmente habrá una definición que acepte la imposibilidad de ejercer el derecho a la seguridad. Hay conceptos más amplios o más restringidos, pero sostener que existe democracia donde no hay seguridad -al menos en condiciones razonables para la mayoría- es, a nuestro juicio, un despropósito.
Hoy vivimos tiempos de descrédito de la transición a la democracia en México y, en general, de la democracia misma en cada vez más lugares del mundo. En todos esos escenarios, la crítica abre la misma pregunta: ¿qué ideologías y qué partidos políticos liderarían su desmantelamiento y con qué tipo de régimen la sustituirían?
Algunos sostienen que México avanza hacia una democracia más sólida; otros, que ocurre exactamente lo contrario. Desde nuestra perspectiva, ninguna de estas posturas asume en serio lo que entendemos como la reforma democrática de la seguridad. Si en México hubo, hay o habrá una auténtica transición democrática -o ninguna de las anteriores-, lo cierto es que partidos, gobiernos y sociedad han dejado de lado incluso la tarea de conceptualizar esa reforma, mucho menos de disputarla en la práctica.
Dicho de otro modo: nadie podría afirmar que en las últimas décadas se ha debatido y luchado poco por la democracia. Sin embargo, basta un repaso rápido para constatar que los enfoques teóricos, ideológicos y programáticos han evitado sistemáticamente incluir la reforma democrática de la seguridad entre los ejes de la transición. La seguridad no ha sido, no es y quizá no será entendida como parte central de las reformas del Estado, más allá de la ideología en turno.
Hay excepciones. Un caso notable fue la plataforma de Gilberto Rincón Gallardo en su campaña presidencial del año 2000 (en la que participé). Allí, la seguridad se concibió como uno de los pilares para construir un Estado democrático y social de derecho. El eje transversal era claro: una reforma de la seguridad basada en derechos humanos y en mecanismos de rendición de cuentas.
Ayer como hoy, sostenemos que la oportunidad de esa reforma es someter las políticas e instituciones de seguridad a controles robustos, propios de un sistema complejo de contrapesos internos y externos al Estado. Sin embargo, al llegar al primer cuarto del Siglo 21, esa visión sigue ausente de la agenda democrática, sin importar de dónde provenga la reivindicación de la democracia.
Y para quienes piensan que esto es pura retórica, vale una advertencia: precisamente la ausencia de una reforma democrática en seguridad -decisión que ha permitido la degradación de políticas e instituciones- es una de las palancas más potentes para desacreditar la democracia misma.
México conoció alternancias en la presidencia y todas proclamaron defender la democracia. Pero, en los hechos, todas prolongaron el desgobierno político de la seguridad (parafraseando a Marcelo Saín): cedieron la conducción a los aparatos armados, primero civiles y militares, y hoy cada vez más solo militares. Cada vez que, en nombre de la democracia, evitaron -y evitan- “meterse en problemas con mandos policiales y militares”, socavaron -socavan- la transición que decían -o dicen- promover.
El resultado: un cóctel peligroso de macrocriminalidad probablemente incontenible, vastos territorios bajo gobernanza criminal, impunidad sistémica y Estados Unidos tocando la puerta con el fusil en mano.
¿Democracia con desgobierno civil de la seguridad? Este es el saldo.