Cómo hacemos para entender mejor la disociación entre los discursos político y jurídico sobre la seguridad y las prácticas de las instituciones públicas.
Es una pregunta que me viene acompañando en toda mi carrera profesional. El desdoblamiento entre discursos y prácticas lo conocí desde muy joven y de manera directa; fue parte de mi más importante aprendizaje en la primera fase de mi trayectoria, cuando transité la vivencia “desde adentro” en los pasillos de dependencias diversas del poder Ejecutivo federal y luego en San Lázaro y el Senado.
Luego lo comprobé en otros países a través de viajes de investigación que no han parado en tres décadas. No he conocido país alguno donde no haya dos niveles: lo que el Estado dice que hace y lo que hace. Y no creo que haya lugar alguno, si bien he visto diferencias de grado cuando la seguridad no llega, viendo a representantes institucionales ir desde las más sofisticadas elaboraciones retóricas hasta las más grotescas y cínicas exhibiciones.
Un autor escribió hace mucho “es tan importante lo que la policía hace como lo que dice que hace”; yo agrego: y tan lejana una cosa de la otra con tanta frecuencia. Pero mucho más allá de la policía, la política profesional y los operadores de la seguridad, desde la nacional hasta la ciudadana, tejen acuerdos que alinean el discurso para esconder más las prácticas. Esa es mi experiencia confirmada al menos en países de tres continentes. Por eso es tan potente la narrativa que sostienen la opacidad, hasta llegar al pináculo del relato: “la razón de Estado”. Ese lugar que escapa a cualquier control democrático para enseñar las contradicciones estructurales de la seguridad en todas sus formas y nuestro derecho a saber.
El secreto es convencerte que lo mejor es que no sepas y que nadie -o casi nadie- se pregunte si la prolongada falla en las políticas de seguridad en México y en tantas partes, se sostiene precisamente, en mucho, en la masiva cesión del derecho a saber. No saber “por nuestra seguridad”, aunque esta no llegue. Vaya montaje de eficacia centenaria.
Esa cesión que derriba las posibilidades de la rendición de cuentas; si no debo saber por mi seguridad entonces tampoco debo exigir la rendición de cuentas porque eso entorpece a las personas que trabajan por mi seguridad, aceptan las mayorías, según he aprendido.
La cita que preparó la historia para Sheinbaum y Trump, vista desde el ángulo de la seguridad, nos confronta a todo esto. Ambos países viven un encontronazo que mostrará la manera como cada uno construye el discurso que reconoce poco o nada de muchas de sus prácticas en seguridad, civiles y militares, para, quizá, firmar nuevos acuerdos que visibilizarán lo menos y esconderán lo más. No creo que estamos ni vayamos a estar en un momento de la historia que represente un punto de inflexión donde se desmonten los intereses entreverados entre el poder económico delictivo y el de los estados de ambas naciones.
Por lo demás, cuesta mirar la manera como siguen engañando con el despropósito evidente de suponer que la fuerza puede terminar con poderes y mercados delictivos que ya compiten con economías y poderes formales en cada vez más partes, de maneras más o menos visibles, más o menos sofisticadas y con más o menos violencia en ambos lados de la frontera. A medio siglo, siguen logrando engañar, asombroso (o no).
Mi hipótesis es que vendrán sacudidas violentas temporales que pueden debilitar de manera efímera algunos mercados delictivos, pero la agenda bilateral presenta diagnósticos incompatibles y por tanto deriva en agendas irreconciliables. Las definiciones de los problemas asociados a la crisis de seguridad que cada país asume no han sido ni serán compatibles. México no reconocerá la verdadera dimensión de su debilidad institucional asociada a la interdependencia política entre el Estado y la delincuencia organizada. Estados Unidos no reconocerá su tolerancia también política al flujo masivo de capitales para el lavado de dinero en su sistema financiero.
México no reconocerá la debilidad crónica del control sobre el mercado legal e ilegal de armas y Estados Unidos no controlará su mercado legal de venta de armas y tampoco reconocerá de qué tamaño es la venta masiva legal, proveyendo a quienes a su vez dotan a los grupos ilegales que tienen el mayor poder de fuego hoy en México. Ambos negarán la corrupción en la calle de muchas de sus instituciones policiales asociada al flujo de mercados ilícitos, no solo de drogas. Ambos negarán que sus fiscalías negocian cotidianamente de manera legal e ilegal, dejando operar a redes criminales de toda índole.
Ambos negarán sus respectivas crisis de salud, México habiendo perdido siquiera su capacidad de medir el uso de sustancias ilícitas, no se diga reducirlo, y Estados Unidos tolerando aún hoy el uso desproporcionado de determinados medicamentos prescritos que son el motor que explotó la crisis de adicciones a los opioides.
Negarán que la relación entre sus respectivas fuerzas armadas transita en la más absoluta opacidad, bajo la cobija de la seguridad nacional y la razón de Estado. No sabemos lo que no sabemos, tampoco sabremos de las operaciones militares extraterritoriales de Estados Unidos en México y en América Latina.
Discursos y prácticas, dos mundos. Que decida cada persona si compra, otra vez, aquello de “cerrar filas” en medio de una crisis de seguridad monumental cocinada por ambos países. Yo prefiero otra cosa: ambos gobiernos deben rendir cuentas ante las sociedades a las que hacen daño masivo gracias a una política de drogas que ahora ha sido tragada por una política contra el terrorismo, en esta ruta de más de medio siglo produciendo más violencia, más corrupción y más riqueza criminal.
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Ernesto López Portillo
@ErnestoLPV
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