Hay días en que la historia se sacude el polvo y camina de nuevo por las calles. El 14 de junio de 2025 fue uno de esos días. En más de 2 mil 300 ciudades de Estados Unidos, millones salieron a las avenidas con una sola consigna, ancestral y nueva: No Kings, no más reyes, no más coronas disfrazadas de banderas, no más caudillos que confunden liderazgo con obediencia ciega.
Bajo el sol y la lluvia, de Filadelfia a Fresno, de Nueva York a Albuquerque, la gente marchó, no por nostalgia ni por odio, sino por la esperanza terca de un país aún por construir, un país que sepa que la democracia no es herencia, sino ejercicio, que no se hereda como una corona, sino que se gana cada día con participación, con justicia, con memoria.
Y ahí estaban, las pancartas, los tambores, las manos alzadas, las voces de los nacidos allá y los llegados de lejos, porque esta no fue solo una marcha contra un nombre, sino contra una forma de entender el poder: el poder que se impone, que no escucha, que convierte a los demás en súbditos o en sospechosos.
Estados Unidos ha sido muchas cosas, pero sobre todo, ha sido un país hecho por manos migrantes. No hay agricultura sin ellos, no hay carne en los supermercados, ni casas levantadas, ni niños cuidados, sin las manos de los que llegaron con acento y con hambre. El 73 por ciento de quienes trabajan el campo son inmigrantes, muchos sin papeles, pero con un deber diario tan firme como el amanecer.
Se habla de la economía como si fueran gráficos que suben o bajan, pero la economía también es el sudor que cae sobre una lechuga en California, es el martillo que levanta una casa en Texas, es la mujer que cuida a un anciano en Nueva York mientras su propia madre envejece lejos, en los mataderos y empacadoras, entre un 40 y 60 por ciento son migrantes ¿Quién podría reemplazarlos si mañana no estuvieran? ¿Quién llenaría los vacíos, no sólo de mano de obra, sino de humanidad?
Esos trabajadores aportan más de 400 mil millones de dólares al año a la economía de EE. UU. Pagan impuestos, aunque muchos no puedan votar, contribuyen al país, aunque a menudo se les trate como si lo ensuciaran, y sin embargo, están ahí, cada mañana, sin aplausos, sin discurso, sólo con la voluntad de construir.
En el No Kings Day también estaban los nativos. Los que han estado aquí por generaciones, pero que no han olvidado que un país no se define por quién lo gobierna, sino por cómo trata a quienes lo sostienen. Porque esta no es sólo la lucha de los migrantes, es la lucha por el alma del país, es el grito de millones diciendo que el poder no se hereda, se vigila. Que el amor a la patria no se mide en desfiles militares, sino en la capacidad de convivir con dignidad.
Marchaban maestras, agricultores, enfermeros, estudiantes, marchaban también veteranos de guerras ajenas, que al volver encontraron desigualdad en casa, marchaban los que han entendido que la democracia no es el derecho de unos pocos, sino el compromiso de todos. Y quizás lo más bello fue eso: que no había un solo rostro, había rostros de todos colores, idiomas entrecruzados, sueños compartidos. Unidos no por un enemigo, sino por una idea.
Hay quien dice que el sueño americano ha muerto. Pero lo que se vio en No Kings Day no fue un velorio, sino un parto, difícil, sangrante, pero lleno de vida, porque la historia de Estados Unidos -como toda historia verdadera- no es lineal, es una lucha constante entre lo que ha sido y lo que quiere ser, entre la promesa y la práctica, entre el miedo y la justicia.
Ese país se está construyendo todavía. Y no lo están construyendo sólo los poderosos, lo están construyendo los invisibles, los que se levantan antes del alba, los que cruzaron fronteras para dar a sus hijos un futuro sin miedo, lo están construyendo también quienes, habiendo nacido aquí, se niegan a aceptar que los privilegios son derechos de cuna.
No Kings no fue solo una marcha, fue un espejo, un llamado a recordar que nadie debe gobernar como dueño. Que el poder se da para servir, no para imponerse. Que ese y este país, si han de tener una corona, será la de su gente: libre, diversa, contradictoria, pero profundamente viva.
Gracias por leer hasta aquí, nos leemos pronto.
Es cuánto.