Morena con M de miedo

29/05/2025 04:02
    ¿A qué le tiene miedo Morena? A la pluralidad política, a la autonomía institucional, pero sobre todo teme a la crítica, a la ciudadanía organizada, a la democracia. Morena no ha sido guiada por la esperanza, sino por el pánico. Pánico a la alternancia, al disenso, a la incertidumbre. La nueva élite, vestida con el ropaje de la austeridad moral, ha reciclado viejos privilegios.

    Se dijo que la esperanza era el motor. Que el “pueblo” había tomado el timón de la historia para corregir el rumbo. Que la autodenominada Cuarta Transformación era el nuevo amanecer. Pero, tras casi siete años de gobierno, lo que realmente mueve al régimen de Morena no es la esperanza, sino el miedo. Un miedo estructural, profundo, que ha moldeado leyes, destruido instituciones y erosionado las bases de la democracia mexicana.

    No se trata del miedo que paraliza a los gobernados. Se trata del miedo que habita en el poder autocrático. Como enseñó Hannah Arendt, el autoritarismo no se alimenta sólo de control, sino del terror a todo lo que no puede controlar: la pluralidad, la autonomía, el pensamiento libre. Y en México, el poder ha decidido que todo aquello que escapa a su vigilancia es, por definición, una amenaza.

    ¿A qué teme este gobierno?

    A la pluralidad política, por ejemplo. A que existan voces que disputen el relato único, incluso dentro del mismo Morena, donde cada vez hay más rupturas. Por eso se intentó desmantelar al INE con el “Plan B”, reducir la representación proporcional en el Congreso y someter a los árbitros electorales.

    La alternancia -condición mínima de cualquier democracia, como diría Przeworski, se percibe como un riesgo, no como una garantía.

    Se teme perder, porque se ha olvidado que en una democracia se gana y se pierde por eso se debe gobernar con límites, con conciencia, con responsabilidad.

    Temen también a la autonomía institucional. El INAI, la Cofece, el IFT, el Coneval, todos fueron borrados con un trazo constitucional. La Suprema Corte fue atacada, se buscó impedir que revisara reformas constitucionales. ¿Por qué? Porque el poder desconfía incluso de sí mismo cuando no se refleja en el espejo sumiso de sus aliados. En lugar de fortalecer contrapesos, el régimen los disuelve. Porque prefiere un Estado dócil a un Estado democrático.

    Pero sobre todo, temen a la crítica. La palabra libre los incomoda. El periodista que investiga, la feminista que marcha, el joven que se organiza en redes, el académico que interpela: todos se convierten en enemigos del “pueblo”, es decir, del Gobierno, por tanto, deben ser silenciados.

    Así se explica la propuesta de controlar contenidos en medios y plataformas digitales, bajo el pretexto de defender “el interés general”. Así se explican las campañas de difamación contra medios y periodistas críticos (para muestra “Televisa Leajs”). La palabra, si no es domesticada, se convierte en insurrección.

    También temen a la ciudadanía organizada. A las ONG que defienden derechos humanos, a los sindicatos independientes, a las redes de activismo ambiental, a los colectivos de víctimas, a las madres buscadoras. Por eso se recortan presupuestos, se eliminan fideicomisos, se desacredita el trabajo de la sociedad civil con frases como “organizaciones corruptas” o “aliadas del conservadurismo”. El régimen prefiere la caridad desde arriba que la exigencia desde abajo.

    Temen, finalmente, a la propia democracia. Por eso blindan los programas sociales: no por justicia, sino por cálculo electoral. Por eso trasladan el control de la Guardia Nacional a la Sedena: no por eficiencia, sino por lealtad.

    El miedo no se disimula: se convierte en estrategia, en estructura, en justificación para desmantelar el régimen democrático desde dentro.

    Y sin embargo, este miedo no es señal de fortaleza. Es el síntoma de un poder que, pese a su dominio, se sabe ilegítimo en el fondo. Que gobierna con la ansiedad de quien no confía ni siquiera en los suyos. Como escribió Foucault, el poder que teme perderse tiende a observarlo todo, vigilarlo todo, intervenirlo todo. En ese afán por dominar, termina asfixiando lo que dice proteger.

    La “4T” no ha sido guiada por la esperanza, sino por el pánico. Pánico a la alternancia, al disenso, a la incertidumbre.

    La nueva élite, vestida con el ropaje de la austeridad moral, ha reciclado viejos privilegios. Se envuelven en soberbia para disimular el miedo, pero el temblor es evidente.

    Y hacen bien en temer: porque el verdadero poder no reside en el cargo, sino en la ciudadanía que se organiza para exigir, que busca a sus desaparecidos, que se atreve a desenmascarar la corrupción del gobierno, que decide unirse para enfrentar un camino que amenaza con extinguir derechos a manos de un régimen indolente.

    La sociedad mexicana ha demostrado, una y otra vez, que sabe defender lo suyo. Pero el tiempo se agota. Porque mientras la democracia resiste en trincheras dispersas, en jueces valientes, en medios que no se doblan, en ciudadanos que marchan, el miedo avanza con paso firme: se legaliza, se institucionaliza, se redacta en decretos y pronto, quizá, en sentencias dictadas desde el Palacio.

    La esperanza ya no es patrimonio de este gobierno. Se ha convertido en la herramienta más poderosa de las y los ciudadanos frente a la autocracia.

    Paradójicamente, es la esperanza del pueblo la que hoy representa la mayor amenaza para quienes gobiernan desde el miedo. Una esperanza que no es ingenuidad, sino dignidad. Una esperanza que, como escribió Alan Moore en V de Venganza, recoge una verdad que aterra a los autoritarios: “El pueblo no debería temer a sus gobernantes; los gobernantes deberían temer al pueblo”.