La ruta del despotismo

22/09/2025 04:02
    Para los trumpistas, el culpable de la muerte de Kirk no es el asesino que está en la cárcel, sino la izquierda que controla noticieros, hace películas y da clases en las universidades.

    Estados Unidos no solamente sigue puntualmente el libreto populista de la erosión democrática. Bajo la segunda Presidencia de Donald Trump se ha convertido en vanguardia de la autocratización. Su peso en el mundo lo convierte en faro del nuevo despotismo.

    El pluralismo, la legalidad, el debate, los centros de pensamiento, la tolerancia, el sentido mismo de la convivencia se destruyen a una velocidad extraordinaria.

    La libertad de prensa se encuentra bajo acoso; las grandes corporaciones se rinden a las intimidaciones del poder; los despachos de abogados renuncian a representar causas incómodas; algunos jueces resisten y otros se entregan a la voluntad presidencial.

    Las universidades sienten el embate de un gobierno hostil y, en su mayoría, se disponen a acomodarse al nuevo orden. Desde el púlpito presidencial se construye una política que renuncia a la razonabilidad de las reglas, a la negociación y al acuerdo. Dictado salvaje de antojos y amenazas.

    El trato con el mundo se desentiende de las normas y los foros. Los últimos días han condensado el drama de la destrucción democrática en Estados Unidos. La convivencia entre los distintos se hace cada vez más difícil. Los espacios para la crítica y la risa y se angostan. La violencia, en su expresión más radical, es decir, exterminio físico del otro, se hace presente.

    Una bala terminó con la vida de un hombre que representaba la vehemencia ideológica de la nueva clase gobernante. La censura abierta y descarada es aviso de la determinación de silenciar a los enemigos.

    La muerte de unos cuantos es el pequeño precio que debe pagar Estados Unidos por mantener el derecho a portar armas que consagra la Segunda Enmienda, llegó a decir Charlie Kirk. En cada alegato que exponía impetuosamente había una referencia a lo sagrado, a lo inamovible, a todo aquello que debemos venerar sin cuestionamiento alguno.

    Kirk fue uno de los comandantes más visibles de la guerra cultural de la derecha norteamericana. Un polemista talentoso, un ideólogo intransigente que tuvo, al mismo tiempo, el arrojo de confrontar al polo contrario en su propia sede. No se encapsuló entre los convencidos.

    Fue a convencer a otros, a tratar de romper certezas o a exhibir incoherencias. Fue asesinado en uno de los eventos que organizaba con frecuencia: encuentros no solamente con sus partidarios, sino también con quienes defendían posiciones radicalmente contrarias a la suya.

    El asesinato de Charlie Kirk le entrega un mártir al trumpismo. De inmediato, el influencer ultraconservador ha sido elevado a los altares de ese culto que ha destrozado todas las brújulas.

    Se han rendido todos los honores póstumos a un hombre que llamó a una guerra santa para restaurar los valores cristianos amenazados por la izquierda y el islam. La misión del nacionalismo cristiano que Kirk proyectó exitosamente entre muchos jóvenes era la conquista de los espacios centrales de la vida pública.

    No bastaba ganar elecciones. Había que conquistar el Gobierno, hacerse de los templos, dirigir las empresas, controlar las escuelas, apropiarse de los medios y de las fábricas de entretenimiento. El trumpismo rinde homenaja a la versión más radical de sí mismo al beatificar a Charlie Kirk. También le da causa a los empeños represivos del gobierno de Trump.

    Lo advirtieron con claridad tanto el Vicepresidente como su principal asesor: más allá del castigo a quien jaló el gatillo, habrá venganza contra quienes han sembrado las ideas que el caído combatió.

    Para los trumpistas, el culpable de la muerte de Kirk no es el asesino que está en la cárcel, sino la izquierda que controla noticieros, hace películas y da clases en las universidades.

    De ahí el ataque a todos los núcleos de la cultura liberal. Demandas multimillonarias a los periódicos más reconocidos, acoso a los medios de comunicación, intimidación a universidades e, incluso, supresión de comediantes.

    Ahí hay una indicación clarísima de la severidad del propósito autoritario. La risa, enemiga natural de los dictadores, no puede tener la pantalla abierta. En la rigurosa corte de las devociones autoritarias no hay lugar para la burla del amado líder.

    La censura a dos de los comediantes políticos más populares es el signo más claro del impulso abiertamente despótico del nuevo orden norteamericano.