Irma no murió sola: una voz contra el terror y la indiferencia

14/08/2025 04:01
    “Cuando una mujer es asesinada por el crimen, no muere solo ella: muere un pedazo de comunidad, de memoria y de esperanza”._ Marcela Lagarde, antropóloga feminista mexicana.
    La maestra Irma Hernández Cruz ya no está. Pero su imagen, su dignidad forzada al límite y su voz obligada a repetir amenazas, deben seguir conmoviéndonos e indignándonos. No podemos normalizar el terror.

    El video grabado por un grupo criminal muestra a Irma Hernández Cruz, maestra jubilada de 62 años que para complementar sus ingresos trabajaba como taxista en Álamo, Veracruz. En las imágenes, Irma aparece sentada al borde del camino, visiblemente presionada, obligada a dirigirse a sus compañeros para pedirles que paguen la cuota impuesta por la organización criminal. Lo hace -dice- para que no terminen como ella. La frase que la forzaron a pronunciar es brutal en su claridad: “Con la mafia veracruzana no se juega”.

    Esa escena es mucho más que un video: es un retrato descarnado de la realidad en muchas regiones del país, donde el crimen organizado ha tomado el control del territorio, de la economía y del destino de miles de personas. En esas zonas, el Estado ha sido desplazado y el miedo se ha convertido en norma.

    Pero lo más grave no es sólo la violencia, sino la normalización del horror. El caso de Irma lo deja claro. La Gobernadora de Veracruz, Rocío Nahle, declaró sin matices: “La maestra fue violentada, y después de ser violentada, padeció un infarto. Esa fue la realidad, les guste o no”.

    Luego calificó de “miserables” a quienes, según ella, habían convertido el caso en un escándalo mediático. ¿Dónde está la empatía? ¿Dónde la responsabilidad del Estado ante una tragedia como esta?

    Estas declaraciones no sólo minimizan el sufrimiento de Irma y su familia. También transmiten un mensaje profundamente preocupante: que la violencia del crimen organizado ya no merece indignación, sino apenas una mención administrativa. Que morir de miedo, de golpes, o por el terror infligido, no tiene responsables.

    Nos quieren arrebatar la capacidad de sentir, de conmovernos, de indignarnos. Pretenden silenciar nuestras voces y erosionar la solidaridad ciudadana. Pero no podemos permitirlo. No podemos normalizar el terror. No debemos callar.

    Porque lo que le ocurrió a Irma no es un hecho aislado, sino un espejo de lo que podría pasarnos a cualquiera. Lo que le ocurre a una, nos ocurre a todos.

    Hoy más que nunca necesitamos resistir, alzar la voz, rechazar la indiferencia y exigir que las autoridades cumplan con su deber: proteger a la ciudadanía, no justificar la violencia. El crimen no puede dictar nuestras vidas, ni silenciar nuestros sueños.

    Irma ya no está. Pero su imagen, su dignidad forzada al límite y su voz obligada a repetir amenazas, deben seguir conmoviéndonos e indignándonos.

    No sólo por ella, sino por lo que representa: una sociedad al borde del colapso moral si seguimos callando. Nos toca gritar por quienes ya no pueden hacerlo.