Estado de Derecho, sistemas de pensamiento y la tiendita de casa de mi abuela

01/08/2025 04:02
    Cuando fracasan los acuerdos entre Estado y sociedad para respetar ciertas reglas y establecer límites no negociables, como el respeto a la vida y a la integridad de las personas, no podemos hablar de un Estado de derecho, por más que así se le quiera seguir llamando.

    Si fuéramos seres estrictamente racionales, hablar de que hay Estado de Derecho en México sería, en el mejor de los casos, una idea poco seria, y en el peor, motivo de burla. Pero no lo somos. Como explicó Daniel Kahneman (2011), el cerebro humano opera con dos sistemas de pensamiento: uno lento, deliberado y racional; el otro rápido, automático y emocional. Usamos ambos, pero el segundo predomina ampliamente. No me detendré aquí a discutir esa teoría; la traigo a cuento sólo para subrayar un punto: nuestro discurso colectivo sobre el Estado de Derecho puede perfectamente eludir cualquier prueba básica de razonamiento lógico.

    Partiendo de ello, me interesa destacar una paradoja de enormes consecuencias: el Estado de Derecho se ha convertido en una expectativa gestionada desde el sistema de pensamiento emocional, lo que paradójicamente impide que se materialice. Es una expectativa diseñada para perpetuarse como tal, sin llegar nunca a concretarse, y que incluso se anula a sí misma en el proceso.

    Tomemos distancia un momento para entender cómo llegamos a esta reflexión. La seguridad ciudadana -tema al que he dedicado toda mi carrera profesional- depende en gran medida de la capacidad del Estado y de la sociedad (o al menos de la mayoría de ésta) para acordar y respetar ciertas reglas, tanto formales como informales. Se trata de establecer límites no negociables, como, por ejemplo, el respeto a la vida y a la integridad de las personas. Cuando esos acuerdos fracasan, cuando se violan sistemáticamente la vida y la integridad sin consecuencias efectivas para los agresores, no hablamos de un Estado de Derecho, por más que así se le quiera seguir llamando.

    Entonces, ¿qué sucede cuando, aun siendo evidente que desde el Estado y desde la propia sociedad se producen daños masivos y sistemáticos -incluso contra los pilares fundamentales de la convivencia, como el derecho a la vida-, se sigue afirmando que vivimos bajo un Estado de Derecho? ¿Qué efectos tiene usar esa etiqueta como promesa política permanente, mientras los hechos la desmienten con regularidad? ¿Qué pasa cuando afirmamos que algo existe, sabiendo que no es así, pero el solo hecho de repetirlo una y otra vez mantiene viva una expectativa que nunca se cumple?

    Propongo un ejercicio simple: cuenten cuántas veces han escuchado en la vida la expresión “Estado de Derecho” y compárenlo con cuántas veces han sentido que realmente funciona en México. O intenten recordar si conocen a alguien que honestamente crea que el Estado de Derecho existe en este País -no me refiero a quienes lo invocan como estrategia para ganar simpatías o legitimidad ante ciertas audiencias.

    Ahora bien, quiero ir más allá; hablemos del efecto del desgaste. Cuando era niño, cada vez que le pedíamos dulces a mi abuela y le hablábamos de ir a la tiendita, ella encontraba alguna forma de distraernos: prometía que iríamos otro día, cambiaba de tema, y al final, nunca íbamos. Con el tiempo, dejamos de pedirlo. Ya nadie recordaba la tiendita cuando llegábamos a su casa. El Estado actúa de manera similar. Promete que sí habrá Estado de Derecho... pero no hoy. Como con la tiendita, el desgaste hace inútil la expectativa. El olvido se impone. La promesa se disuelve.

    Y si vamos a comparar, mi abuela al menos no buscaba engañarnos de manera sistemática. El Estado, en cambio, sí explota intencionalmente el engaño del Estado de Derecho. Lo manipula cada día para convencer a quienes estén dispuestos a creer. ¿Cómo lo logra? Activando el sistema de pensamiento automático, ese que se guía por emociones, que responde con aplausos o condenas según estímulos afectivos más que por argumentos razonados.

    Por cierto, la tiendita algún día cerró y siempre nos preguntaremos si fue al menos en parte culpa de la abuela.