Hay hombres que, cuando regresan, no traen la esperanza del porvenir, sino el polvo del ayer. Vuelven no como visionarios, sino como emisarios del pasado, portadores de un tiempo que ya no es, pero que se resiste a morir. Así es Pablo Gómez, un hombre que alguna vez caminó junto a quienes tejieron los primeros hilos de la transición democrática y que hoy, lejos de cuidar esa obra como un jardinero agradecido, empuña las tijeras de la amargura para cortar lo construido.
Ernest Hemingway, en su cuento Old Man at the Bridge, describe a un anciano detenido al borde de la historia. Un viejo que, entre cabras, gatos y palomas, representa algo más que ternura: representa el dolor de quien ha sido despojado. Él no abandonó sus animales por cobardía, sino por obediencia al instinto de supervivencia. Pero no puede desprenderse de la culpa. Se quedó a la orilla del puente, sin cruzarlo del todo, porque no se cruza sin dejar atrás una parte de uno mismo.
En cambio, nuestro personaje no tiene culpa. Pablo Gómez ha cruzado el puente con pasos firmes y mirada seca. No mira atrás, no le preocupan las palomas ni las cabras ni los cimientos del sistema electoral que ayudó a construir. Aquello que alguna vez defendió con vehemencia, hoy lo desarma con desgano burocrático. No hay duelo. No hay nostalgia. Sólo hay obediencia: no a la república, sino al régimen.
La comisión que encabeza lleva por nombre: “comisión presidencial para la reforma electoral”. Como si la democracia pudiera reformarse desde la voz unívoca del poder. Como si el pluralismo naciera de una sola pluma. Es, en sí misma, una profecía autocumplida: será presidencial, no ciudadana; será obediente, no crítica; será reforma, pero no democrática.
La historia nos advierte con insistencia: las repúblicas no caen con estruendo, caen en silencio. No hay tanques en las plazas, hay decretos en los diarios oficiales. No hay censores, hay algoritmos. No hay inquisidores, hay emisarios del pasado que dicen hablar por el futuro. Así se erosiona el pacto, se diluye la constitución, se adormece a la ciudadanía con la falsa promesa de eficacia, de austeridad, de cercanía.
El sistema electoral mexicano, con todas sus imperfecciones, es una de las pocas obras democráticas que no nos fueron regaladas, sino conquistadas. En su arquitectura residen los ecos de luchas ciudadanas, de fraudes combatidos, de urnas defendidas. No es una catedral, pero sí un templo civil. Reformarlo no es pecado. Pero hacerlo sin consenso, sin razón, sin ciudadanía, es herejía.
para el diseño del futuro
Don Pablo ya no habla como el joven rebelde que desafiaba al poder. Habla como el burócrata que lo justifica. No propone una mejor representación para las minorías, sino su exclusión disfrazada de eficiencia. No propone fortalecer la autonomía de los órganos electorales, sino fundirlos al calor del Ejecutivo. No ofrece un nuevo pacto, sino un viejo mandato.
Pero no estamos ante una tragedia griega escrita en mármol. El destino no es ineluctable. La historia no está escrita, sino en disputa. La reforma electoral que se avecina es un campo de batalla, y en ella se juega algo más que la ingeniería institucional: se juega la posibilidad misma de seguir siendo una democracia.
Porque el fascismo del cuento de Hemingway no siempre llega con botas, a veces llega con votos. No siempre impone silencio, a veces crea tanto ruido que ya no se escucha nada. No siempre destruye los puentes, a veces los cruza disfrazado de emisario.
Los civiles en México no tenemos un puente por el cual escapar. No podemos sentarnos como el viejo y esperar que alguien salve nuestras cabras. Nosotros debemos ser los arquitectos del puente y los defensores del rebaño. Tenemos que luchar para que esta reforma sea escrita en clave democrática: que garantice representación justa, fortalezca la independencia de las autoridades electorales, blinde los derechos ciudadanos y reconstruya la confianza.
La democracia es una obra siempre inconclusa, pero no por eso debe ser demolida. Es tarea de todos, ciudadanos, académicos, instituciones, oposiciones políticas, resistir la tentación autoritaria que se esconde tras los discursos de renovación. Porque la verdadera renovación democrática no empieza con una comisión presidencial, sino con la deliberación pública, plural, transparente y a plena luz del día. De cara a la ciudadanía, no a sus espaldas.
La batalla no es entre generaciones, sino entre proyectos de país. Entre quienes ven en la democracia una carga, y quienes la vemos como la única forma de construir un futuro más justo, más libre y próspero.
Y si, como decía Churchill, la victoria es el único camino hacia la supervivencia, entonces más nos vale ganar. Porque sin victoria no hay México viable.