Este fin de semana fue el Campeonato Estatal de Charrería. De los nueve equipos participantes, al menos seis son partes de una misma comunidad, son familia, amigos, hermanos, socios. Los vi entrenar de cerca, acertar, fallar, levantarse una y otra vez. Al final, sólo uno podía coronarse campeón, pero la verdad es que cada charro -más allá de su equipo y su caballo- traía consigo una historia que contar. Y eso me recordó por qué amo tanto las historias.
Me encanta contar y que me cuenten historias. Las leo en los bordes de un libro viejo o en las arrugas de un rostro que ha vivido, las veo proyectarse en una sala oscura o en la mirada breve de alguien en la calle. Las escucho, a veces en susurros, a veces como un trueno.
Me encanta lo que hago, porque me permite caminar entre relatos como quien entra a un templo, con el alma descalza. Y me gusta pensar -con una ternura casi infantil- que un día, cuando ya no esté, habré dejado muchas historias encendidas, como velas, para que otros sigan contando.
Pero de entre todas, hay una que siempre me encuentra, como si me buscara a mí también: la historia de redención.
Esa que comienza torcida, con un personaje que tropieza desde el primer paso, que va por el mundo cargando culpas, arrastrando errores como si fueran cadenas oxidadas.
A veces el viento le sopla en contra, a veces es él mismo quien se echa tierra encima, toma malas decisiones, se hunde, se equivoca, hiere. Y nosotros, que lo vemos desde la butaca o la página, casi queremos rendirnos por él.
Pero entonces, algo cambia. No de golpe, no con fuegos artificiales, a veces es una chispa, un gesto, una mano tendida, un recuerdo, una carta, una piedra que recoge y con la que no golpea, sino que construye.
Y ese personaje roto comienza a caminar distinto. A levantarse cada mañana con la temblorosa esperanza de que puede, de que aún hay tiempo.
Esa es la historia que más me conmueve. Porque la redención no es el final feliz, es el camino difícil, es la montaña empinada que se sube con los pies heridos. Es el intento sincero de volverse alguien digno del amor, del perdón, de sí mismo.
Y la razón por la que me atrapan esas historias no es teórica ni artística, es profundamente humana. Porque yo también me he equivocado, he tenido mis días de sombra, mis decisiones tercas, mis silencios largos, he tenido momentos en los que el guión de mi vida parecía no tener salvación.
Y sin embargo, algo en mí me ha hecho seguir escribiendo.
Volver a intentarlo.
Por eso amo las historias de redención, porque en ellas no solo veo al héroe que regresa, sino al ser humano que se perdona.
Al que cae y se levanta sin aplausos, al que, aún sin testigos, decide que vale la pena cambiar.
Y hay belleza en eso. Una belleza que no busca likes ni premios, sino algo más hondo: la posibilidad de ser mejor. De mirar atrás y entender que uno no es la suma de sus errores, sino la forma en que elige responder a ellos.
Contar esas historias -y contármelas a mí mismo- es una forma de resistencia, de ternura, de memoria. Es negarse a pensar que alguien está condenado para siempre, es decir: todos tenemos una segunda escena, un nuevo párrafo, una toma adicional para hacerlo bien.
Por eso sigo contando y por eso escucho.
Porque quizás en una historia que le cuento a alguien o que me cuentan a mí, esté la clave para que alguien más también encuentre su camino de vuelta. Para que un personaje -real o imaginario- descubra que puede. Y entonces, como en las mejores narraciones, no importará tanto el final, sino el camino.
El temblor de cada paso.
El acto valiente de volver a creer.
Así, mientras sigo recolectando palabras, nombres y derrotas con aroma a victoria, me abrazo a la idea de que cada historia redimida es también una pequeña victoria para el mundo.
Una estrella nueva en la oscuridad.
Una señal que dice, en voz baja pero firme: todavía es posible.
Gracias por leer hasta aquí. Nos leemos pronto.
Es cuanto.
PD. Con mucho cariño para aquellos que encontraron la derrota, para aquellos que no se rindieron, para esos valientes que se animaron.
Y claro, felicidades a los campeones Charros de Mazatlán.