La república no cae de un solo golpe. No muere en una noche ni se desploma entre el estruendo. Su muerte es un proceso lento, a veces imperceptible, que avanza como el moho sobre las vigas de una casa vieja. La república no cae, se disuelve. Y cuando advertimos su ausencia, ya habitamos una arquitectura distinta: una donde las formas persisten, pero el alma ha desaparecido.
Lo que debiera ser la casa de todos se ha convertido en el bastión de unos pocos. La clase media, que fue columna vertebral del pacto republicano, hoy malvende sus bibliotecas para poder comer. Profesores, médicos, intelectuales, viven no del saber sino de la nostalgia. Padres y madres enfrentan el dilema cotidiano entre alimentar a sus hijos o pagar medicamentos, entre resignar el presente o hipotecar el futuro. Esta no es una crisis económica: es la intemperie de un país que ha olvidado lo que prometió ser.
En ese vacío, prospera la polarización. El pluralismo ha sido reducido a una farsa plebiscitaria. El debate fue reemplazado por la consigna; el disenso, por la descalificación. En lugar de partidos, tenemos tribus; en lugar de deliberación, obediencia. Quien no comulga con la narrativa oficial es traidor, fifí, adversario o enemigo. El “pueblo bueno” se ha convertido en un dogma excluyente que pretende homogeneizar la nación, clausurando el derecho a pensar distinto. Así, se vacía de sentido el Congreso, convertido ya no en órgano de representación plural, sino en caja de resonancia de una sola voluntad.
El militarismo, antes latente, hoy es protagonista. Las Fuerzas Armadas administran aeropuertos, construyen trenes, operan aduanas y controlan calles. La soberanía civil se rinde sin disparar una sola bala. Se invoca al pueblo para justificar la ocupación de lo público por lo castrense. Se glorifica al uniforme como sustituto de la razón, del derecho y del contrato social. Que no se olvide, una república no se sostiene sobre la disciplina de los cuarteles, sino sobre el pluralismo de los civiles.
La economía, por su parte, se desacelera. El régimen, atrapado en su propio discurso, ya no puede garantizar ni el crecimiento ni el bienestar. Las transferencias sociales que antes eran paliativos, ahora son cadenas de dependencia. La inversión huye, la incertidumbre se multiplica, el horizonte se estrecha. No hay proyecto de desarrollo: hay gestión de la ruina.
Mientras tanto, la Constitución, esa carta mayor que representaba el pacto de la diversidad, ha sido vaciada de su contenido simbólico. Si una sola fuerza puede modificarla sin contrapesos ni deliberación, entonces lo que cambia no es la letra, sino el alma del orden constitucional.
El discurso antisistema que envió “al diablo” a las instituciones ha cumplido su promesa: las ha vaciado, las ha colonizado, las ha transformado en cáscaras sin garantía.
Y sin garantías, no hay derechos; sin derechos, no hay ciudadanía, y sin ciudadanía, no hay república. Hay otra cosa: un orden piramidal, un estado clientelar, un poder que se reproduce a sí mismo sin frenos ni equilibrios.
¿Exagero? Tal vez. Pero la historia no. No hablo de México. Hablo de Weimar. De una república que nació del sueño democrático y murió en manos del Partido Nazi. No porque desconocieran la Constitución, sino porque la usaron para desmantelar el consenso. No porque no ganaran elecciones, sino porque confundieron el respaldo popular con la razón absoluta.
La historia de Weimar no es un espejo exacto, pero sí una advertencia. Nos recuerda que la democracia no se destruye desde fuera, sino desde dentro. Que las mayorías también pueden traicionar el espíritu del pacto. Que las urnas pueden ser los clavos del ataúd de la república si no hay conciencia crítica y memoria histórica.
Pero también hay esperanza. Porque cada fin puede ser también un origen. Porque una vez perdido todo, se puede reconstruir desde la ruina con materiales más nobles. Porque la república, si ha de volver, será más justa, más incluyente, más nuestra.
En México la república está muriendo. Pero no está muerta. Aún respira en la resistencia cotidiana de quienes creen en el derecho, en el diálogo, en el pluralismo. Aún late en la voz de quienes no se resignan. Una lección que nos deja la historia es que las ruinas pueden ser cimientos.