Aunque Javier Cercas no alude a los términos que aparecen en el título de esta columna, de todas formas, abundó extensamente en su contenido, según vimos en la colaboración anterior. Lo principal es el amor a Dios para obrar bien, independientemente de que exista temor a un castigo eterno.
Si recordamos las clases de catecismo, cuando éramos niños, se hablaba de dos tipos de arrepentimiento: atrición y contrición; el primero se denominaba imperfecto, y el segundo, perfecto.
La atrición es el temor a la condenación eterna, por lo que el pecador trata de reorientar su vida. En cambio, la contrición es un arrepentimiento perfecto, porque el pecador experimenta un dolor en el alma por haber ofendido a Dios, sin razonar si se hace acreedor a un castigo eterno.
El filósofo y teólogo francés, Blaise Pascal, elaboró una famosa apuesta sobre la existencia de Dios: si crees y Dios no existe, nada perdiste; pero, si no crees y Dios existe, lo perdiste todo. Empero, como dice el escritor Javier Cercas, se trata de una moral convenenciera: “un win-win hipocritón y ventajista de mercachifle de Dios”.
Por eso, nos recuerda el famoso poema de un español anónimo:
“No me mueve, mi Dios, para quererte
el cielo que me tienes prometido,
ni me mueve el infierno tan temido
para dejar por eso de ofenderte”.
“¡Tú me mueves, Señor! Muéveme el verte
clavado en una cruz y escarnecido;
muéveme ver tu cuerpo tan herido;
muévenme tus afrentas y tu muerte”.
“Muévenme en fin, tu amor, y en tal manera
que aunque no hubiera cielo, yo te amara,
y aunque no hubiera infierno, te temiera”.
“No me tienes que dar porque te quiera,
pues aunque lo que espero no esperara,
lo mismo que te quiero te quisiera”.
¿Creo por convicción?