Antes y después

26/07/2025 04:01
    El o la aspirante a habitar la casa de gobierno tiene que ilusionar a las mayorías para acceder al poder, si no ilusiona no gana. Pero el ejercicio de gobernar tiene que transformar las ilusiones en hechos. El tiempo y la contundente realidad, nos dice que pocos lo logran. O sólo parcialmente.

    Un político o una política, un partido o un movimiento, son uno antes de llegar al poder y otro estando en el poder.

    Ya sea mediante un proceso electoral, un golpe de Estado, una revuelta o una revolución, el político y/o el partido o movimiento ofrecen un mundo mejor que el vigente para convencer a los electores y/o a las masas insurrectas de que voten por ellos o se sumen a sus fuerzas. Cuando lo logran llegan al poder. Y ahí la actuación del nuevo sujeto empoderado empieza a cambiar.

    El o la aspirante a habitar la casa de gobierno tiene que ilusionar a las mayorías para acceder al poder, si no ilusiona no gana. Pero el ejercicio de gobernar tiene que transformar las ilusiones en hechos. El tiempo y la contundente realidad, nos dice que pocos lo logran. O sólo parcialmente.

    En las sociedades contemporáneas, pocas veces, muy pocas veces, los votantes, las mayorías electorales o, en otro caso, las masas insurrectas, son pacientes para ver resultados. No esperan mucho tiempo para ver que las ilusiones o la oferta que les hicieron para respaldar a los políticos que deseaban llegar al poder se concreten. Y cuando no sucede así empiezan los reclamos, la crítica, la protesta, las movilizaciones y los votos en contra.

    Rara vez, lo cual sólo se ve en países sólidamente democráticos y socialmente equilibrados, los gobernantes aceptan sus déficits y falencias. En esas circunstancias, las instituciones y las oposiciones cuentan, sobre todo cuando hay delitos graves de gobierno, con los mecanismos para desplazarlos del poder aún sin elecciones. Pero en países con débiles tradiciones democráticas o cuando aun habiendo sido sólidas se debilitan, como en los Estados Unidos de hoy en día, los políticos y su partido se aferran a toda costa al poder.

    En esas condiciones es cuando se observa en toda su desnudez la naturaleza más íntima del poder: conservarlo. Cueste lo que cueste.

    Si antes de llegar al poder, el político no tenía ambiciones ilícitas, lo cual en una sociedad con raquíticas tradiciones democráticas sería excepcional, una vez instalado en él lo más probable es que sus convicciones se debiliten o desaparezcan con tal de mantener las correas del mando. Y el poder por el poder se convierte en la causa primera y última de su actuación. No importa si no hay legalidad, democracia y justicia social.

    En México, para los intelectuales y políticos opositores, cuando Morena llegó al poder murió la democracia. Esto es lo que dice, Héctor Aguilar Camín, el guía intelectual de la crítica liberal en México. Y también lo escribe el periodista Raymundo Riva Palacio, acérrimo crítico de la 4T. Y así como ellos, varios más.

    El debate sobre la “democracia Bárbara”, como la llamó José Revueltas, o “el ogro filantrópico”, como la llamó Octavio Paz, no es reciente, vaya ni siquiera empezó durante el sexenio de López Obrador. En realidad, es viejo. Si partimos de los años 50 del siglo anterior, críticos liberales como Daniel Cossío Villegas u Octavio Paz; o intelectuales marxistas como como José Revueltas, y en las décadas siguientes de la misma centuria académicos como Arnaldo Córdova, Roger Bartra, Lorenzo Meyer, el mismo Aguilar Camín, y muchos más, México, con el PRI, padecía un gobierno autoritario, o de plano, dictatorial, como muchísimos intelectuales extranjeros la conceptualizaron, sobre todo estadounidenses y franceses, destacando entre ellos, no por su precisión intelectual pero sí por su resonancia, el peruano Álvaro Vargas Llosa, quien calificó al sistema político mexicano como “la dictadura perfecta”. En México, en realidad, nunca ha existido una democracia liberal del corte de la francesa o como la que existió en Estados Unidos, ahora cercenada por Trump.

    Probablemente, López Obrador haya sido el político más severo y exitoso crítico de la famélica democracia mexicana cuando estuvo dirigida por el PRI y el PAN. Pero ya estando en poder se convirtió en el más férreo promotor de muchos de sus atavismos, con una salvedad: ideó programas de asistencia social que mantuvieron y siguen sosteniendo en el poder a Morena. Para las masas pauperizadas, a las cuales la división de poderes es algo que no les importa gran cosa, ni tampoco los acosos a la prensa por parte de integrantes de Morena, por primera vez desde Lázaro Cárdenas percibieron, ilusionados, que la incipiente democracia mexicana servía para algo: mejorar sus ingresos y aumentar su consumo. Pero, para gran parte de las clases medias y altas, el mundo intelectual y los medios predominantes, los programas sociales no son más que “migajas” y lo que importa son las normas y criterios liberales. Evidentemente, y esto no es algo nuevo, las masas plebeyas interpretan a la democracia de una manera muy diferente a las clases medias y a las élites sociales e intelectuales liberales. Incluso, las clases populares entienden las libertades civiles de una manera radicalmente diferente: salen a las calles a manifestarse y a bloquear edificios gubernamentales, calles y carreteras, y nadie los para, como si no existiera el Gobierno.

    Si en México, con Morena, se padece una dictadura, como dicen Aguilar Camín, Riva Palacio y muchos más, es un caso muy raro, donde al que se le ocurre, porque maltrataron a un perrito, tienen tres meses sin agua o son víctimas de la corrupción, insulta a las autoridades, cierra las calles y paraliza las ciudades sin que nadie los sancione en lo más mínimo.