El filósofo

María Julia Hidalgo
19 septiembre 2025

Cuando llegamos al salón me alejé de Medrano con el propósito de que alguien lo saludara. Yo sabía que entre el público había jóvenes mexicanos que estudiaban en París, además de otros que llegaban de Inglaterra y de España. En efecto, un grupo de cuatro mexicanos se acercó a la mesa del café donde se encontraba el doctor, pero ninguno intentó saludarlo; se fueron directo a comer galletas.

En ese momento fui testigo del primer desaire. El reconocido escritor, ensayista, poeta, dramaturgo, filósofo, y una lista de halagadores adjetivos que leyó el presentador, pareció poca cosa para muchos de los presentes. El laureado académico mexicano era un perfecto desconocido en aquel país, incluso para sus propios colegas mexicanos.

Allí se encontraba Humberto Medrano, solo y de pie, con su portafolios negro, sus pantalones cortos y un chaleco de punto pasado de moda. El recién premiado en México por su ensayo sobre el destino y el propósito, era un don nadie en el país lejano; una vez más debía poner a prueba su conocimiento. Si los visitantes eran estudiantes de la misma área ¿acaso no conocían a Medrano? Sí, lo conocían, pero era obvio que no gozaba de sus simpatías o simplemente era un orador más en aquel encuentro donde la conferencia magistral era la que menos les importaba.

Una vez iniciada la sesión advertí rostros desconcertados entre el público. Los cuchicheos entre los asistentes no se hicieron esperar y más de uno abandonó la sala. La más ajena a todo lo que allí se decía, era yo. Mi trabajo consistía únicamente en traducir las palabras que iban saliendo de la boca del experto.

Casi en automático y sin reflexionarlas, me limitaba a hacer mi tarea de intérprete, pero dada la hostilidad que rondaba en el ambiente, empecé a escuchar lo que yo misma pronunciaba. No le encontré ni pies ni cabeza.

Me consolé diciéndome que seguramente era un tema complejo para mi comprensión, un postulado filosófico del que yo no entendía mucho. ¿Qué sabía yo de propósitos si me los habían arrebatado todos? Mucho menos del destino, que justo me acababa de jugar una mala pasada. Cuando terminó la exposición nadie dijo nada. Ni una sola pregunta.

El erudito, ignorando el desaire, tuvo la valentía de dirigirse al apático público. Les dijo que esperaba preguntas. Pese a su intervención nadie abrió la boca. Anunciaron al siguiente participante; comenzaría su lectura luego de un breve receso. Los presentes se pusieron de pie y salieron de la sala.

Esperé a que Medrano guardara sus papeles y cerrara su portafolios. Sin cruzar palabra, nos pusimos de pie. Alcanzamos al organizador, quien pidió el auto que nos llevaría a un café cercano. Seguramente a uno de esos famosos con los que muchas veces soñé: ¿ése donde se reunían los del club de La Serpiente; donde la Maga se sentía ridiculizada; donde Horacio se empeñaba en hallar el terrón de azúcar entre los pies de los comensales?...

Justo a la salida, una periodista interceptó al doctor Medrano. Se identificó como mexicana y le dijo que sólo tenía una pregunta, que llegando a México escribiría un ensayo sobre la soledad, pues era lo único que había experimentado al recorrer las ciudades europeas.

Qué distinto pensaba mi amiga B. Ella imaginaba que París la esperaba con los brazos abiertos, franceses amables y glamorosos dispuestos a revelarle los excesos y manías de sus escritores favoritos. Yo no la había visto. La notaba más bien angustiada y en busca de respuestas. El maestro la ignoró, subió al taxi y se fue. “Qué despropósito estar aquí”, fue lo último que dijo.

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