Niñez, el blanco perfecto
En octubre de 2008, durante una conferencia en un hotel frente al Zócalo de la Ciudad de México, Alejandro Calvillo, del Poder del Consumidor; Alejandro Sanchez Camacho, Diputado del PRD; la Senadora panista Marta Sosa y yo, como académico y experto en protección al consumidor y ex director de publicidad en Profeco, advertimos que el nuevo Código de Autorregulación en Publicidad Infantil (PABI) era una falacia.
Acordamos que no representaba ningún avance legal frente a las leyes existentes; permitía el uso de personajes populares, reales o ficticios, como herramienta de manipulación dirigida a la niñez; tenía falta de participación ciudadana, escasa supervisión externa y sanciones prácticamente simbólicas. Concluimos, avalados por académicos y organizaciones civiles, que no puede reemplazar ni sustituir una regulación efectiva garantizada por la ley.
El video que circula en redes sociales -mostrando el impacto de alimentos ultraprocesados frente a opciones saludables- simboliza visualmente lo que estamos enfrentando: la niñez mexicana sufre una epidemia de obesidad, impulsada por estrategias publicitarias dirigidas específicamente a ella.
En lugar de proteger, la industria crea ambientes “obesigénicos” con una niñez saturada de mensajes publicitarios, personajes, colores y empaques apelando directamente a su inocencia, y promociones, precios y disponibilidad favorables solo para ultraprocesados.
Los premios Nobel George Akerlof y Robert Shiller, en su libro “La economía de la manipulación”, explican cómo las empresas pueden aprovechar nuestras debilidades psicológicas para influir en lo que compramos, incluso si esas decisiones nos perjudican. No se trata de obligarnos, sino de crear entornos y mensajes que nos empujan hacia lo que más les conviene vender. Se explotan fallas psicológicas para influir en nuestras decisiones -no con fuerza, sino con entorno cuidadosamente configurado.
Por su parte, el jurista Cass Sunstein, en su obra “Nudge” (Un pequeño empujón), describe cómo la manera en que se presentan las opciones influye directamente en nuestras decisiones. En el caso de la comida chatarra, esos “empujones” no son inocentes: colores llamativos, personajes animados, promociones y ubicación estratégica en tiendas están pensados para captar primero a los niños y, con ellos, el gasto de las familias.
Dicho en sencillo: la industria sabe cómo funciona nuestra mente y lo usa para que elijamos lo que a ellos les conviene, no lo que a nosotros nos conviene comer. Un pequeño empujón -una imagen, un personaje, un incentivo- puede influir de manera decisiva en nuestras elecciones. En negocios multimillonarios como el de la comida chatarra, esos empujones están diseñados para dañar a la niñez.
Si las técnicas de manipulación comercial descritas por Akerlof, Shiller y Sunstein pueden influir en las decisiones de personas adultas con plena capacidad de juicio, imaginemos la magnitud del impacto en niñas y niños, cuyo criterio aún está en formación. Si adultos críticos somos vulnerables a estas tácticas, la niñez lo es aún más, pues no tiene desarrollado su sentido crítico.
En un entorno así, la asimetría de información y poder es total: ellos no pueden defenderse por sí mismos. Permitir que la industria siga aprovechando esta vulnerabilidad no es solo un problema económico o de salud pública, es una omisión ética de proporciones históricas.
Ante Notario
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El autor es notario público y analista en temas jurídicos y económicos