La (sub)cultura del bienestar

Roberto Heycher Cardiel
19 septiembre 2025

En julio de 2013, el Papa Francisco viajó a Lampedusa, isla frontera entre la esperanza y el naufragio. Desde ahí denunció el rostro oculto de nuestra época: la globalización de la indiferencia. Una frase que hoy resuena en el México de las becas y las transferencias, donde la política de “bienestar” ha sido secuestrada por la propaganda del gobierno.

El concepto, antes noble, ha sido despojado de su profundidad y transformado en consigna electoral. La “cultura del bienestar” de la llamada Cuarta Transformación no construye comunidad: construye clientelas. No fortalece derechos: reparte migajas. No emancipa: domestica. Se ha convertido en la coartada perfecta para imponer un modelo autoritario disfrazado de humanismo, una máscara de sal que se deshace con la primera lluvia.

El bienestar no debería ser la entrega de recursos que desaparecen como un terrón de azúcar en café caliente. No debería ser una política que individualiza, que atomiza a los ciudadanos y los convierte en islas desconectadas, cada una luchando por su propio bote salvavidas. Esa es la paradoja trágica de la autodenominada Cuarta Transformación: ha gritado justicia, pero ha sembrado conformismo; ha pronunciado equidad, pero ha cosechado subordinación.

La política de “bienestar” del actual régimen ha promovido una suerte de pleonocracia clientelar: una mayoría electoral, armada por el espejismo de transferencias directas, que cree que el voto es solo una devolución de impuestos en efectivo. Se abandona la política como proyecto colectivo, se cambia la ciudadanía por la fila de un programa social. En lugar de la cultura del esfuerzo, se institucionaliza la cultura de la espera. Espera de un depósito, de una tarjeta, de una salvación precaria.

Bajo la envoltura retórica del “pueblo bueno”, se ha incubado una subcultura que no es propia del alma mexicana: la del egoísmo asistido. El gobierno ha aprendido a dividirnos con dinero. Ha inyectado en la ciudadanía una lógica de supervivencia solitaria, donde el otro -el vecino, el compañero de trabajo, el maestro- ya no es aliado sino rival por un apoyo gubernamental más. Como en los países asediados por la guerra, lo que importa no es el bien común, sino el próximo depósito.

Frente a esta subcultura tóxica, surgen tres ideas como antídoto. No son teorías, son caminos.

1. Seguridad humana

La seguridad no puede seguir reducida al número de patrullas ni al índice de homicidios. La seguridad humana, como la define la ONU en su resolución 66/290, implica algo más: proteger la dignidad, los medios de vida y la posibilidad de futuro de las personas.

Pero aquí, en esta tierra de volcanes dormidos y conciencias adormecidas, se ha confundido gobernar con administrar la miseria. No hay bienestar donde hay miedo a enfermar, donde el destino de un joven depende más del azar que de las oportunidades.

¿Qué seguridad puede tener una mujer en Chiapas que cría sola a tres hijos sin acceso a salud? ¿Qué certeza puede sentir un joven en Zacatecas cuando sabe que su única opción laboral es unirse al crimen organizado?

Sin condiciones estructurales que protejan y empoderen, toda política de bienestar es un parche sobre una herida abierta. Una beca no reemplaza a un sistema educativo digno. Un pago mensual no sustituye a una política pública integral.

2. Paz democrática

México no está en paz. Vive una guerra fragmentada, disimulada por un discurso que niega lo evidente. Hay regiones enteras donde el Estado no gobierna, y donde el bienestar llega en sobres cerrados o en camionetas blindadas que no llevan medicinas, sino silencios.

El desmantelamiento institucional -eliminar contrapesos, capturar organismos autónomos, anular la deliberación democrática- ha dejado al país sin defensas frente al poder del crimen. No hay paz posible sin instituciones fuertes. No hay bienestar real si el miedo dicta los límites de la vida cotidiana.

3. Progreso y prosperidad

La palabra progreso ha sido exiliada del discurso oficial. No es rentable electoralmente pedir esfuerzo ni promover mérito. Lo fácil es regalar. Pero la prosperidad, como la define Michael Porter, no se consigue con dádivas. Requiere tres pilares: un sector empresarial innovador y responsable, un gobierno que facilite en lugar de estorbar, y una sociedad civil activa y exigente.

La prosperidad no es acumular poder, es distribuir posibilidades. No es gastar el presupuesto en transferencias opacas, sino en construir condiciones para que cada niño pueda llegar a ser lo que sueña, no lo que su carencia le permita.

Hay gobiernos que siembran caminos. Y hay gobiernos que siembran espejismos. El problema es que, cuando uno camina demasiado tiempo hacia un espejismo, termina muriendo de sed.

La cultura del bienestar, como hoy se presenta, es eso: un espejismo. Uno que se ofrece en pantallas de televisión, en redes sociales, en conferencias matutinas, pero que no se encuentra en las calles donde los jóvenes mueren sin justicia, donde las mujeres claman por seguridad, donde los niños estudian sin futuro.

Una sociedad que ha dejado de soñar es una sociedad condenada. Pero una que sueña y se educa en democracia es invencible. El bienestar real no es el de la conformidad. Es el de la posibilidad. Es el de una comunidad que se construye desde la igualdad, no desde el favor; desde la verdad, no desde la propaganda; desde el esfuerzo compartido, no desde la dependencia inducida.

Construir un país más seguro, en paz y próspero es posible; solo hace falta soñarlo colectivamente y decidirse a conseguirlo con fuerza y empatía.