La curva de la felicidad
Estamos “disfrutando” de las vacaciones de verano. Un vecino -amigo mío desde la adolescencia- y yo nos cruzamos en medio de la calle para saludarnos. En la charla coincidimos en algo que pocos se atreven a decir en voz alta: queremos que ya terminen las vacaciones escolares y volver a la rutina laboral. Sí, esa misma rutina que durante el año decimos que nos agobia.
La razón es sencilla: ambos somos padres de niñas y niños con la energía de un reactor nuclear. Mis hijas, cuando no están aburridas o peleando entre ellas, están absortas en alguna pantalla. Eso me impulsa a sacarlas de casa, y cada salida lo reciente mi billetera más de lo normal, que ya para estas fechas parece más delgada. Muchos padres no lo confiesan, pero criar hijos es agotador, y en vacaciones lo es aún más.
En medio de la conversación, bautizamos este sentimiento como “la paradoja de la paternidad”. Creímos haber inventado el término, pero resulta que ya está estudiado: es la situación en la que, aunque la crianza reduce el bienestar subjetivo a corto plazo -por estrés, cansancio y falta de tiempo propio-, a largo plazo aumenta la satisfacción y el sentido de vida. En otras palabras: hoy estamos cansados, pero en el futuro recordaremos con cariño estas mismas locuras que ahora nos drenan la energía.
La paternidad y la crianza coinciden con la edad más productiva, o al menos más ocupada. Entre los 35 y los 50 años, el estrés se convierte en el condimento diario de la vida: trabajo formal, tareas domésticas, pocas horas de sueño y un alto nivel de endeudamiento bancario.
Claro que hubo otra etapa. La de los felices veintes: no teníamos dinero, pero sí teníamos tiempo y energía. Podíamos trasnochar sin sufrir la resaca al día siguiente, se podían improvisar viajes, y las deudas eran inexistentes. Era la edad de la libertad.
Aquí es donde la ciencia nos lanza una gráfica en forma de U: la curva de la felicidad. Psicólogos y economistas han encontrado que somos más felices en la juventud, nos desplomamos en la mediana edad y, después, la felicidad repunta. David Blanchflower y Andrew Oswald (2011) analizaron datos de más de medio millón de personas en 72 países y confirmaron que el punto más bajo llega, en promedio, a los 47 años.
El repunte tiene su explicación: menos presiones laborales, más control del tiempo propio y una aceptación más madura de lo que no se puede cambiar. Los hijos se independizan, las obligaciones disminuyen y si llegan los nietos, suman alegría. Y esta vez sin la obligación de corregirlos o levantarte cada madrugada a cambiar pañales.
Así que, si hoy te sientes en la parte baja de la curva, rodeado de hijos pequeños y con la casa convertida en parque de diversiones improvisado, recuerda: no es falta de amor, es exceso de convivencia sin recesos. Y aunque ahora cuentes los días para que vuelvan a clases, en unos años mirarás hacia atrás con una sonrisa y dirás: “Qué bonito fue, pero qué bueno que ya pasó”.
Es cuanto...