Inflación Emocional: Cuando sentimos que el dinero vale menos aunque no lo sea

Luis Raúl Billy Irigoyen Carrillo
06 junio 2025

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En tiempos de incertidumbre económica, todos hablamos de inflación. La inflación que sube los precios de la canasta básica, que erosiona nuestros ahorros, que complica los presupuestos familiares. Sin embargo, existe una inflación más sutil, menos discutida pero profundamente influyente en nuestras decisiones cotidianas: la inflación emocional.

Este concepto, aunque no forma parte de los indicadores macroeconómicos del Banco de México, vive en la percepción subjetiva de cada persona cuando siente que su dinero ya no rinde, que el esfuerzo vale menos o que, a pesar de ganar lo mismo, “ya no alcanza”. Es una distorsión psicológica que puede derivar en angustia, frustración y decisiones financieras equivocadas. Pero ¿qué origina esta sensación?

La inflación emocional no necesariamente está ligada a los datos reales del INEGI o a las tasas oficiales. Más bien, se alimenta de experiencias personales, ansiedad anticipatoria, y de la comparación constante entre ingresos y estilo de vida deseado. Cuando el dinero pierde su capacidad simbólica de seguridad, libertad o recompensa —aunque objetivamente no haya cambiado su poder adquisitivo de forma drástica— se instala una sensación de pérdida, de desvalorización subjetiva.

Desde la psicología del consumidor, sabemos que las emociones juegan un rol central en la toma de decisiones económicas. El ser humano no es tan racional como los modelos clásicos de economía suponían. Daniel Kahneman, premio Nobel, lo demostró con su teoría de los sesgos cognitivos: atajos mentales que muchas veces nos llevan a tomar decisiones irracionales. Uno de ellos, el sesgo de disponibilidad, explica cómo tendemos a sobreestimar la frecuencia o probabilidad de eventos recientes o impactantes. Así, una noticia sobre el aumento del precio del gas puede hacernos sentir que todo ha subido, aunque otros productos no lo hayan hecho.

Otro fenómeno es la disonancia cognitiva: el malestar que sentimos cuando nuestras expectativas no coinciden con nuestra realidad. Por ejemplo, si esperábamos que un aumento salarial nos diera más holgura financiera pero seguimos “rascándole” al monedero, se genera una tensión interna. Esta sensación no siempre se resuelve racionalmente, sino emocionalmente: sentimos que nuestro dinero vale menos, aunque en términos absolutos no sea así.

La inflación emocional también está ligada al fenómeno del hedonismo adaptativo: ese mecanismo psicológico que nos lleva a acostumbrarnos rápidamente a las mejoras. Recibimos un bono, cambiamos de celular, nos damos un gusto... y en poco tiempo, ese nuevo nivel de consumo se convierte en el nuevo estándar. Lo que antes nos hacía sentir abundantes, ahora es simplemente lo “mínimo indispensable”. Así, sin darnos cuenta, sentimos que necesitamos más para ser igual de felices, generando una presión emocional constante por tener más ingresos y más cosas, sin detenernos a cuestionar si realmente necesitamos todo eso.

En el entorno actual, marcado por redes sociales que muestran vidas editadas con filtros, el efecto se magnifica. Compararnos con los demás puede hacernos sentir pobres emocionalmente, aunque nuestras finanzas estén sanas. La falta de alfabetización emocional y financiera refuerza esta trampa: no nos enseñaron a identificar qué parte del malestar viene de nuestras emociones y cuál de nuestra economía.

Entonces, ¿cómo enfrentar esta inflación emocional? La respuesta no está únicamente en generar más ingresos, sino en fortalecer nuestra relación con el dinero desde una perspectiva emocional y psicológica.Primero, es necesario identificar nuestras creencias limitantes sobre el dinero. ¿Asociamos el dinero con escasez? ¿Creemos que solo el que trabaja duro merece prosperar? ¿Pensamos que ahorrar es sinónimo de sacrificio? Estas creencias, muchas veces heredadas de la infancia, condicionan nuestras decisiones adultas sin que seamos conscientes de ello.

Segundo, debemos trabajar en el control de los impulsos de consumo emocional. Comprar por ansiedad, enojo o tristeza es tan común como dañino. Se vuelve una forma de anestesiar el malestar emocional, pero con consecuencias financieras. Aprender a observar nuestras emociones antes de tomar decisiones económicas es un acto de inteligencia financiera.

Tercero, es recomendable practicar la gratitud y el enfoque en lo que sí tenemos, en lugar de concentrarnos en lo que nos falta. No se trata de conformismo, sino de contrarrestar la constante sensación de escasez que alimenta la inflación emocional. La psicología positiva ha demostrado que quienes practican gratitud regularmente son más resilientes, más optimistas y toman decisiones más alineadas con sus valores.

Finalmente, incorporar educación financiera con perspectiva psicológica es clave. No basta con saber presupuestar; es necesario comprender qué emociones se activan al gastar, al ahorrar, al invertir o al endeudarse. Entender nuestra relación emocional con el dinero nos permite tomar el control de nuestra economía interna, no solo de la externa.

En conclusión, la inflación emocional existe. No la mide ningún banco central, pero la sentimos en el cuerpo, en la mente y en la billetera. Habitarla sin conciencia nos lleva al agotamiento financiero y emocional. En cambio, abordarla con inteligencia emocional y con herramientas de psicología financiera nos abre la puerta a una economía más sana, más humana y más alineada con nuestros verdaderos propósitos.