Cuidar al otro
Hay un relato que me encanta y se atribuye a la antropóloga estadounidense Margaret Mead. En una ocasión, un estudiante le preguntó cuál consideraba ella que era el primer signo de civilización en una cultura antigua. Mientras que muchos esperaban que mencionara herramientas como anzuelos o piedras de moler, Mead respondió que el primer signo de civilización era un fémur roto y luego curado.
Explicó que en el reino animal, si un ser se rompe una pierna, muere, ya que no puede huir del peligro ni buscar alimento o agua. Por lo tanto, un fémur curado indica que alguien cuidó de esa persona herida, la protegió y la ayudó a sanar, lo que representa un acto de compasión y cuidado mutuo, fundamentales en la formación de sociedades humanas.
Aunque algunos cuestionan la veracidad de la anécdota, a mí me encanta pensarlo por su mensaje, el cuidado y la empatía como pilares de nuestra civilización, como el centro de nuestra humanidad.
Sobre eso reflexioné, y pensé que hay días en que el mundo se siente frío. No porque le falte sol, sino porque parece que a nadie le importa nadie. Vamos con prisa, encerrados en nuestras urgencias, midiendo el valor de los otros por lo que producen, por lo que aportan, por lo útiles que nos son. Y en ese cálculo mezquino, vamos dejando de ver lo esencial: que lo que más nos ha sostenido como especie, como comunidad, como humanidad, ha sido el acto más simple y más profundo de todos: cuidar.
Cuidar de alguien no es sólo protegerlo del daño o de la enfermedad. Cuidar es decirle, sin palabras: “tu vida me importa”. Es hacer espacio en la agenda, en la mente y en el corazón para alguien más. Es quedarse despierto cuando el otro tiene fiebre, es preguntar cómo estás aunque ya se sepa la respuesta, sólo para que el otro sepa que no está solo. Es preparar comida aunque uno esté cansado, sin esperar agradecimiento. Es volver, aunque ya se haya ido. Es no rendirse con alguien, incluso cuando todo parece perdido.
Y ese cuidado, esa voluntad de hacerse cargo, de poner al otro por delante, le da sentido no sólo al que lo recibe, sino sobre todo al que lo da, porque cuando cuidamos, nos salimos del yo estrecho y entramos en el nosotros. Nos transformamos en algo más que individuos, nos volvemos red, y en ese tejido compartido, hallamos propósito, dirección, sentido.
En nuestra sociedad, históricamente, han sido las madres quienes han asumido ese papel de cuidadoras principales. No por una cuestión de biología como nos encanta justificarlo, hablando de “leyes naturales”, sino por una estructura cultural que se les impuso, y aunque también les permitió desarrollar una sabiduría profunda sobre el vínculo, la empatía y el sostén emocional, tenemos una deuda histórica con las madres por ello. Son ellas quienes sostienen los días. Quienes están, incluso cuando nadie más está. Quienes enseñan lo básico: a confiar, a estar en el mundo sin miedo, a saberse querido, incluso en medio del caos.
Y ese trabajo, que es invisible muchas veces, es el que forma personas enteras. Porque crecer implica más que alimentarse y aprender a hablar, implica sentirse visto, escuchado, acompañado. Y cuando eso falta, se rompe algo.
Demasiados adultos caminan por la vida con una herida que no saben nombrar: la de no haber sido suficientemente cuidados. La de haber crecido sin una red que los sostuviera. Y esas heridas, cuando no se reconocen, se perpetúan. Se convierten en violencia, en frialdad, en incapacidad para vincularse sanamente. Por eso también hay que decirlo claro: necesitamos que las paternidades se desarrollen. No como un reemplazo de la figura materna, sino como una responsabilidad paralela, igual de profunda y necesaria, cuidar no es solo cosa de mujeres, no lo ha sido nunca. Un padre presente, amoroso, comprometido, cambia la vida de un niño y, de paso, cambia también su propia vida. Porque al cuidar, el hombre también se reconcilia con las partes de sí mismo que la cultura machista le arrebató.
Cuidar a otro nos devuelve una certeza: no estamos solos. Somos importantes para alguien, y eso basta para que todo tenga sentido. Esa es, quizás, la raíz más profunda de nuestra humanidad: la capacidad de hacernos cargo del otro, no por obligación, sino por amor.
En todos nosotros más allá de parir o no, de procrear o no, vive en nosotros esta maravillosa capacidad de maternar, paternar, cuidar con amor, respeto y voluntad al otro.
En estos días en los que celebramos a las madres, más allá de las flores y las frases hechas, valdría la pena detenernos a ver el fondo, que el cuidado no es una tarea asignada a alguien por su género, sino una responsabilidad de todos. Que el mundo puede ser mejor si nos tomamos en serio la tarea de cuidar, y que, quizás, ese sea el principio de todo.
Gracias por leer hasta aquí, nos leemos pronto.
Es cuanto.
PD. Gracias a la madre que la vida me dio, y a la madre que puso aquí para mis hijos, y gracias también a todas las madres que nos cuidan y cuidan a los que amo. Les amo profundamente.